Historia de una maestra by Josefina Aldecoa

Historia de una maestra by Josefina Aldecoa

autor:Josefina Aldecoa [Aldecoa, Josefina]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1990-01-01T05:00:00+00:00


Tercera parte

El final del sueño

La sirena sonaba como el lamento de un animal prehistórico.

Eso me pareció la primera vez que la oí al llegar a Los Valles. Subíamos en el taxi que nos había recogido del coche de línea en la carretera general.

—Algo pasa —dijo el chofer—. Porque no es hora…

A partir de entonces el quejido periódico de la sirena iba a marcar el ritmo de nuestras vidas: amanecer, mediodía, atardecer, medianoche. Aquélla era su función de cronómetro. Pero el lamento irrumpía a veces de forma inesperada: era un mensaje urgente, una llamada enloquecida, fuera de hora.

«Algo pasa». En seguida entendimos ese aullido que anunciaba la tragedia. De las casas salía gente. Corría carretera arriba, hacia los pozos. Marchaban todos, agitados y silenciosos; no se miraban ni se reconocían. Al llegar a lo más alto, más allá del poblado y de la colonia de ingenieros, traspasada la barrera de acceso a un territorio vedado habitualmente, alguien orientaba los pasos temblorosos:

«Ha sido en el 1, o en el 2, o en el 7…». En torno al pozo señalado se agrupaba la multitud. Las noticias tardaban en llegar. De algún lugar surgía una ambulancia destartalada. Un cordón de empleados cerraba el paso al pozo. Detrás, en apretado círculo, las familias de los mineros, mujeres, viejos, niños, esperaban. El paso del tiempo aumentaba la angustia. Los sollozos se propagaban de unos a otros, se entremezclaban y era un solo gemido colectivo, un llanto compartido, el ay larguísimo de las catástrofes.

Al final estallaría la noticia: «Han sido tres… asfixiados… sepultados… la galería. Los demás van saliendo por el 8.»

Todavía hoy, cuando oigo el lamento de una sirena, algo pasa, me digo, algo terrible, previsto y sin embargo sorprendente. Como aquel primer día cuando entramos en Los Valles; cuando el taxi se detuvo a la puerta de la que iba a ser nuestra casa; cuando el conductor apresurado arrebató de nuestra mano el dinero convenido y salió con su coche a toda marcha, advirtiendo de nuevo: «Algo pasa, porque no es hora…».

Olía a carbón. Una película finísima cubría los objetos. Al principio no se veía pero al cabo de un tiempo se hacía evidente. Las manos se volvían sucias, la ropa ennegrecía y en la cara aparecían motas negras. El olor estaba allí, agrio y picante, penetraba por la nariz, se masticaba entre los dientes, se detenía en la garganta.

—Es al principio —dijo Ezequiel—. Ya lo verás.

El viaje había sido lento —tren a León, transbordo, coche de línea, taxi— a pesar de que no eran muchos los kilómetros que nos separaban del pueblo de mis padres. Las casas se extendían a los dos lados de la carretera que atravesaba el pueblo. Hacia la mitad estaban las Escuelas Nacionales. Unidas por un costado, una pared las separaba al dividir los patios de recreo. Las plantas bajas eran las aulas y en el primer piso estaban las viviendas. Para vivir elegimos el edificio de las niñas. La casa era de ladrillo sucio, y el piso era pequeño, pero nos pareció suficiente y con la comodidad de tener las escuelas allí mismo.



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